Como se hizo tarde, puse a calentar el auto y de
entre la neblina ella apareció. Me pidió fuego, hablamos un rato y le ofrecí
subir al coche, porque hacía un poco de frío. Hablamos un rato largo, le conté
de ustedes, pero como no aparecían, puso su mano en mi pierna.
Lentamente me besó en el cuello, porque le
corrí la cara. Sentí su lengua bailar en mi cuello, sentí el camino húmedo que
iba dejando en el camino. Me besaba intensamente, paseando su mano por toda mi
pierna y delicadamente me tocaba sobre la cremallera.
Su mano ahora estaba en mi pecho, por debajo
de la camisa… yo ya no hacía nada. Sus labios seguían decorando mi cuello. Sus
manos rasguñaban los costados de mi pansa, pero se sintió incomoda, y sin pedir
permiso se levantó y se sentó arriba mío, dejando de intermediario entre
nosotros nada más que la ropa.
Yo no lo resistía, y hacía presión con la
espalda en el respaldo del asiento, estirando las piernas. Y al encontrar la
diagonal, ella encontró el momento, para acomodarse la pollera que ahora no hacían más que cubrirle el abdomen. Sentí ese calor.
Me miró a los ojos. Nunca unos ojos me habían penetrado así. Puse
mis manos sobre su cadera, como para tomarla y sacármela de encima. Pero no lo
hice. Ella puso sus manos sobre las mías, y las deslizó por un segundo, hasta
cambiarlas de lado (su mano derecha en mi izquierda y su izquierda en mi
derecha) así, arrugó sus puños, tomando los extremos de su remera, se la fue
levantando, hasta dejarla tendida sobre el asiento del acompañante.
Me sorprendí, tenía unos senos perfectos para
mis manos, aun sin tocarla.
Me tomó otra vez las manos, llevándolas hasta
su espalda… obligándome a desabrocharle el corpiño y quitárselo. Y recién ahí,
al verla semidesnuda, lo pude ver: Era hermosa. Volvió otra vez a agarrarme a
los costados del pecho y me besó al oído: sentí su lengua, su respiración
agitada. La humedad del contacto, sus pechos en mi pecho. Sentí éxtasis. La tome fuerte por el pelo y le besé lenta
pero intensamente el cuello. Y a mi mano le correspondió por debajo de su
falda… ella no dijo nada. Me susurró algo al oído, pero no le entendí. Sentí su
sonrisa.
Hay instantes en la vida en la que el cuerpo
actúa por si solo, sin pensar. Mis manos terminaron el trabajo que ella había
comenzado y acabaron de bajar mi jean, y su conjunto. Me dio ese segundo de
espacio, y supimos darle invitación a nuestros sexos. Sentí el calor, los
bellos, su piel, la transpiración burlando el invierno externo, la comodidad y
exactitud en la que nuestros sexos coincidían. Ella empezó a subir, bajar.
Mi
boca terminó deslizándose por sus senos, mi besos le susurraban a sus pezones.
Fueron los momentos más increíbles de mi vida. Ella continuaba subiendo y
subiendo, brincando, balanceándose, tocando su mejor música. Se recostó sobre
el volante, yo la abrazaba ella me rasguñaba la espalda y los brazos. Y los dos
le dimos fin a esa fabulosa drogadicción de sexo. Suspiramos los dos, y la
bese, la bese y la bese, y la besé, por todo el cuerpo recostado en el volante
del Renault.
Luego de un rato escuche las voces de ustedes
que se acercaban. Ella cogió su remera, se la puso, guardó su corpiño en la
cartera y abrió la puerta del auto.
Todavía arriba mío, me miró una vez más.
Sonrió, me volvió a besar en el cuello y nuestros seños se despidieron
lentamente.
-¿Cómo te llamas? –Fue lo único que se me
ocurrió preguntarle.
-Eso no importa ahora, ¿no? – contestó.
Entonces cerró la puerta. Y se fue bajo el rocío.